Pues ha llegado el ansiado día. Empieza la Semana Santa de los amantes del fantástico, la peregrinación de los masoquistas del terror. Empieza el festival de Sitges 2019 y, por suerte o por desgracia, soy yo el encargado de compartir con vosotros todo lo que nos depara esta edición. Y no, no podría estar más feliz. A lo largo de estos 10 días voy a utilizar el primer párrafo de cada crónica a modo de diario, así que pido disculpas por adelantado. Quizás será mejor empezar con las críticas y dejarse de tonterías.

In the tall grass, Vincenzo Natali

Una más que placentera anomalía en el universo de terror marca Netflix. Vincenzo Natali recupera el alma claustrofóbica de Cube para reencarnarla en un nuevo y antagónico cuerpo. Lo que antes era frío metal es ahora una monstruosa naturaleza omnipotente que genera un casi lovecraftiano terror de las dimensiones. Para Natali, el susurro del viento entre las ojas de un maizal es más terrorífico que el rugido del más temible de los monstruos.

Por eso resultan tan hipnóticas esas secuencias donde el horror nace de la imagen naturalista, porque, al igual que ocurre con el canto de sirena, es aquello bello lo que te conduce a la casi imperceptible muerte. Es digno de análisis ese uso de lo homogéneo como vehículo hacia la locura, de lo infinito como un inbatible espectro que supera a nuestra propia comprensión. Justamente el filme falla cuando huye de lo homogéno e intenta concretar, ya sea en sus localizaciones, en sus mecanismos de género o en la construcción de las diferentes tramas. Lo infinito y universal deja de asustarnos en el momento que deja de serlo.

Quizás lo más sorprendente de In the tall grass sea cómo genera una especie de claustrofobía empática en la que, mientras el personaje se siente atrapado en el espacio, el espectador se siente atrapado en el tiempo. El tamaño de ese incomprensible campo es tan relativo como lo acaba siendo la estructura temporal del filme, que obliga al espectador a sentirse desubicado al perder la referencia de los clásicos tres actos. Porque, al igual que la inmensa naturaleza puede concentrarse en una diminuta gota de agua, este relato puede moldearse de infinitas formas y tamaños. Todo el relato cabe en una gota de agua.

5860DC42 DB2B 466C 8E18 59134EA5C711 - Crónica Festival de Sitges 2019 (Día 1)

Ah, y no olvidemos que aparece Patrick Wilson con bigote. Eso siempre está genial.

Bloodline, Henry Jacobson

¿Y si Robin Hood robara, no sólo para dárselo a los pobres, sino también para calmar sus ansias cleptómanas? Aquí sienta sus bases la nueva producción de Blumhouse, que intenta actualizar el arquetipo del justiciero a una moralidad contemporánea donde el maniqueísmo es un concepto cada vez más difuso. Jacobson consigue que su cinta funcione como un ensayo que teoriza sobre lo necesario que es entender la justicia como un concepto colectivo y las consecuencias que puede llegar a tener individualizarlo.

Tomarse la justicia por su mano como una forma de matar dos pájaros de un tiro. El héroe y el villano unificados en una sola figura de dudosa moralidad. Quizá esto sea lo más atractivo de Bloodline, esa irónica construcción del protagonista que nos permite disfrutar de entrevistas a psicópatas al más puro estilo Mindhunter desde la perversa mirada del entrevistador que empatiza con el monstruo e incluso se nutre de su sangre (casi literalmente, al menos se llena la cara de ella).

Todo lo demás es bastante olvidable, lamentablemente. Todo lo que cuenta lo hemos escuchado ya antes y de forma mucho más carismática. Sus dosis de violencia parecen agotarse en la escena inicial, convirtiendo el resto de hora y media de película en una monótona galería de asesinatos que no dejan de ser ecos de un primero. Al igual que también parece su fotografía un eco de todas esas producciones de Blumhouse adictas a un injustificado neón. Un eco que esperemos que empieze a dejar de oirse, o la productora acabará condenando a sus obras a llevar la eterna etiqueta de «Nicolas Winding Refn wannabe».

4×4, Mariano Cohn

Vine buscando cobre y acabé encontrando oro. Me sigue fascinando la facilidad con la que el director argentino es capaz de crear un universo visual con infinidad de posibilidades en una espacio tan reducido como un coche. 4×4 es poética del sufrimiento y el dolor, donde el cuerpo es el perfecto sustituto de la palabra. La desesperación filmada en plano detalle, quizás con el objetivo de que lo único que aparezca en pantalla sea la deslumbrante y corporal actuación de un Peter Lanzani que apunta alto.

Cohn toma prestada la cabina de Antonio Mercero para transportarla a Argentina y transformarla en un automóvil. Aún sufrir una metamorfósis, ese metal que encerró a un hombre en medio de una plaza madrileña hace casi 50 años sigue sirviendo como material con el que construir una crítica social sobre la indiferencia hacia el prójimo, ya sea de arriba a abajo o de abajo a arriba. La falta de empatía se convierte en la moraleja de este sobrecogedor cuento, que resulta infinitamente más seductor cuando se observa que cuando se lee. Basar el final de 4×4 en el diálogo sobreexplicativo es un error garrafal, y más aún habiendo comprobado que un ínfimo gesto de Peter Lanzani vale más que mil palabras.

Mope, Lucas Heyne

Una de esas curiosas piezas que vale la pena reivindicar. Mope es The disaster artist pero con actores porno. Y sí, funciona. Al menos cuando se da cuenta de que su faceta cómica acaba siendo mil veces más convincente que su faceta dramática. Un servidor prefiere vivir en esa entrañable primera mitad de filme que cumple ese oscuro sueño húmedo de muchos de encontrarse por unos minutos en un universo alternativo donde Wiseau y Sestero lucharon alguna vez por triunfar en el porno. Porque cómo el ansia de fama puede hacerte enloquecer es algo que ya nos han mostrado muchas veces. En cambio lo primero, no.

Pero es cierto que hay muchas cosas a destacar en la opera prima de Heyne. Es cierto que esa casi prefabricada estética mumblecore hace que sea difícil encontrar una identidad autoral a reivindicar, pero es fácil apreciar intención en las decisiones del director, sean más o menos acertadas. Al fin y al cabo compro por completo esa pregunta que Mope lanza al aire sobre si realmente amamos el arte o sólo el éxito que este supone. Y, por mucho que no esté de acuerdo con el tono, supongo que también compro su desenlace. Más que nada porque no todos los días podemos establecer relaciones entre el porno y Sunset Boulevard de Billy Wilder. Supongo que esto solo pasa en Sitges.

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