Salto de fe (preludio)

He de reconocer que lanzarme a escribir esta primera frase ha sido todo un reto. Una sensación parecida a la de hacer un salto de fe. Siempre había querido hablar sobre el baile en el cine y, al mismo tiempo, siempre he querido evitar hablar de él. Siento total admiración por el arte de la danza y por esa hipnótica aura de misterio que desprende. Creo que en esta palabra reside el quid de la cuestión: el misterio. El baile me fascina porque lo comprendo desde siempre como un enigma eterno. Como ese rompecabezas que otorga placer al jugador no en su (imposible) final sino en su proceso. Algo así como ese Sísifo de Camus que, siendo finalmente consciente de su cíclico destino, se ve obligado a disfrutar del perpetuo camino hacia un inexistente desenlace. Sé que siempre disfrutaré de la danza al igual que sé que nunca llegaré a comprenderla. Por este mismo motivo ha sido un reto lanzarme a escribir este primer párrafo. Porque temía (y en parte temo) que este texto se convirtiera en una oda más que en un ensayo, en un homenaje más que en un estudio. ¿Puedo dedicar un texto a racionalizar algo que no entiendo?

En este punto es donde aparece el filósofo Paul Valéry. Llega a mis manos su libro Filosofía de la danza y con él las respuestas (o más bien la falta de estas) a mis plegarias. Descubro ya en su introducción las mismas preocupaciones que las mías. Como si el teórico fuera tan consciente como yo de que todas las palabras escritas en ese libro (al igual que todas las que serán escritas aquí) no llegarán a tener ni una ínfima parte de la potencia emocional del más imperceptible de los movimientos de una bailarina. Ya en las primeras páginas Valéry hace una referencia que me parece de lo más acertada. Se compara así mismo con San Agustín y con el efecto que tuvo en sí mismo el simple hecho de preguntarse qué es el Tiempo. Reconoce el santo que tenía la respuesta antes de preguntárselo, pero que esta parecía alejarse cada vez más conforme la pregunta pasaba más tiempo en su conciencia. Valéry asegura encontrarse “vacilando ante el temible umbral que separa una pregunta de su respuesta”. Y puede que no haya frase con la que me sienta más identificado a la hora de afrontar estas líneas.

Quizás la solución a mi problema sea asimilar que este ensayo no puede centrarse en resolver ese gran misterio que es la danza, sino en analizar cómo la puesta en escena (algo que creo poder racionalizar algo mejor al menos) afronta aquello inexplicable. Por eso este texto se centrará en gran medida en el fantástico. Porque comparte con el baile esa capacidad de generar en la mirada una sensación de ver algo que sentimos pero no entendemos. Dando por hecho que nunca podremos responder esta pregunta, el objetivo es ver ahora cómo el cine se enfrenta a esta incertidumbre. Si no podemos entender por qué el cuerpo se mueve como se mueve, debemos intentar racionalizar cómo danza la cámara en este limbo entre el por qué y el porqué.

Loie Fuller es un fantasma (primer acto)

Hablábamos hace un par de líneas de la estrecha relación que podemos establecer entre el fantástico y el baile. Un vínculo que aparece ya en los inicios de esta disciplina artística y en los primeras representaciones de danza en la misma. Concretamente es interesante remontarnos a la película Loie Fuller (1905) donde Segundo de Chomón filma a la bailarina que da nombre al cortometraje. Este ejemplo no nos es útil sólo para señalar el visible papel que juega el baile ya desde los inicios del cine, que también. Es indudable por supuesto la importancia de la danza y del lenguaje corporal que esta comporta como sustituta de ese lenguaje verbal que aún tardaría años en aparecer.

En el libro Dancefilm: Choreography and the Moving Image, Erin Brannigan cita al director de cine y responsable de La Cinémathèque de la Danse Patrick Bensard, quién defiende que no es casualidad que el cine naciera justo en el momento en el que lo hizo también la danza moderna. Al fin y al cabo, el séptimo arte adaptaría la corporalidad casi hiperbólica del baile a esos personajes del cine mudo que, conscientes de su propia naturaleza afónica, debían buscar en su gestualidad la palabra y, sobre todo, la expresión.

En su discurso, Bensard específica de hecho un poco más y señala que no le parece casualidad que los Lumière plantaran por primera vez su cámara a la vez que Loie Fuller dejaba ver sus primeros movimientos. Podemos volver ahora a la película de Segundo de Chomón que comentábamos, en la que la coreógrafa realiza el conocido serpentine dance. Resulta curioso darse cuenta de cómo la película empieza y acaba y cómo esto conecta con la hipótesis que se planteaba al inicio del apartado.

El cortometraje nos muestra cómo un murciélago entra volando en escena para convertirse posteriormente en la dinámica bailarina quien, tras realizar su coreografía, desaparecerá en medio de la escena. Se vincula ya desde sus inicios al baile cinematográfico con el fantástico. Como si la única forma de justificar su naturaleza fuera catalogándola de imposible. Se entiende a la bailarina como una especie de figura fantasmagórica que habita momentáneamente nuestra realidad sin ser esta la suya y nos enseña un lenguaje que percibimos pero no entendemos. Quizás lo que nos hipnotiza del baile es saber, aunque sea de forma inconsciente, que hay algo paranormal en ello. Como si pensáramos que una bailarina solo existe encima de un escenario. Como si de un espejismo se tratara.

Possession y el truco de magia (segundo acto)

Esta sensación de estar observando un cuerpo que se rige por una normas incomprensibles para nosotros reside aún el cine de género contemporáneo. Me parece muy adecuado centrarnos en la escena del metro de Possession (1981) de Andrzej Zulawski y, sobre todo, en cómo la puesta escena imita el modo en el que nuestra mirada se relaciona con esta tipología de imágenes. En esta secuencia, observamos cómo nuestra protagonista Anna se retuerce por los pasillos del metro de Berlín mientras grita y se golpea hasta acabar en el suelo expulsando diversas clases de fluidos de su cuerpo. Realmente es una labor complicada la de describir esta escena, aunque es justamente este el motivo por el que esta resulta tan útil para validar el discurso que estamos construyendo.

Por mucho que la protagonista no esté bailando en el sentido más estricto de la palabra, Zulawski opta por coreografiar este momento de confuso éxtasis de la protagonista, por dotar a este descenso a la locura de Anna de la esencia corporal de una danza. Quizás porque esta fuese la única forma posible de materializar en imágenes la psicología tan compleja, contradictoria e ilegible del personaje.

Mejores escenas de películas #12: 'La posesión' (1981)
Fotograma de Possession (1981) de Zulawski. Danza y cine.

El relato nos presenta a una mujer que parece ser dos versiones de ella misma, que decide perseguir una libertad que le lleva a la paranoia. Que parece gozar el dolor y sufrir el gozo. El objetivo narrativo (orquestado a partir de la puesta en escena) de la película es que el espectador no entienda exactamente qué le ocurre a Anna, pero que pueda llegar a empatizar anímicamente con ella. ¿Acaso no es esto la danza? De hecho podríamos retroceder a los orígenes de nuevo y echar un vistazo a una película que ya realiza un ejercicio muy similar en 1902. En A Tough Dance, cortometraje protagonizado (o más bien bailado) por Kid Foley y Sailor Lil, contemplamos cómo una pareja, tal y como recoge la sinopsis de la obra en Letterboxd, go around and around, half dancing and half wrestling.

Le resulta complicado a uno diferenciar entre pelea y baile, entre amor y odio, entre violencia y pasión. No estamos seguros de ver a un matrimonio o a dos enemigos, al igual que somos incapaces de distinguir en Possession entre el placer y el sufrimiento. El baile parece funcionar en el cine como un lenguaje tan ambiguo que acaba resultando el más exacto, porque al fin y al cabo no hay nada más inexacto y contradictorio que la psicología humana. Como bien dice Paul Valéry, “se intenta esclarecer el misterio de un cuerpo que (…) entra en una especie de vida al mismo tiempo extrañamente inestable y extrañamente reglada, al mismo tiempo extrañamente espontánea pero extrañamente sabia”.

Pero volviendo al baile relacionado con el fantástico, centrémonos ahora en cómo se filma esta posesión en Possession (valga la redundancia). Esta demente coreografía se registra en plano secuencia, al igual que el resto de secuencias de la película donde Zulawski utiliza la ausencia de cortes y el exceso de tiempo para reforzar la potencia emocional de la hiperbolicidad corporal de sus enajenados personajes.

Recordemos sino la reflexión que André Bazin expone sobre El globo rojo de Albert Lamorisse en ¿Qué es el cine?. “El montaje, del que se nos dice con tanta frecuencia que es la magia del cine, se convierte en esta ocasión en el procedimiento literario y anticinematográfico por excelencia”, dice. El teórico defiende que el hecho de obviar el corte nos hace mucho más fácil entender a ese globo mágico como algo vinculado a nuestra realidad y no como un artificio, un engaño. El plano secuencia convierte lo ajeno en propio, lo irreal en real. Por eso resulta tan impactante esta secuencia de Possession, porque nos convence de que ese cuerpo que actúa con unas normas incomprensibles para nosotros podría ser el nuestro y que, por lo tanto, su dolor podría ser el mío.

Creo que es inevitable vincular el plano secuencia a la inocencia. No sólo por esta relación que ya establecía Bazin en su texto sobre el filme de Lamorisse, donde el espectador adulto es capaz de concebir el universo intrínseco de la película desde la mirada de un niño, desde la perspectiva de un individuo que aún no distingue del todo (¿puede alguien realmente llegar a hacerlo?) entre lo real y lo fantástico. Sino que también es fácil establecer un símil con una actuación de magia, con ese joven que observa boquiabierto al mago realizar un truco y se obliga a no pestañear para no perderse ningún detalle. Un pestañeo es un corte, un cambio de plano. Cerrar los ojos es negarse a aceptar la veracidad de lo que está frente a mi, como ese Danny de El resplandor de Kubrick que se pone las manos sobre el rostro cuando las gemelas del Overlook aparecen. El problema es que, si la forma de conectar con lo propio es la ausencia de corte, si queremos conectar con lo ajeno (la verdad tras el baile, el imperceptible fantástico) debemos aferrarnos a él. Debemos, por lo tanto, acudir al montaje.

El titiritero invisible (interludio)

Valéry nos habla en una de sus reflexiones sobre la curiosa relación causa/efecto que se genera durante una coreografía. “En el estado danzante, todas las sensaciones del cuerpo que al mismo tiempo mueve y es movido están encadenadas siguiendo una secuencia determinada”.

Hasta este punto del ensayo, hemos entendido el baile como una consecuencia. Como la materialización visual de unos motivos que se escapaban de nuestra concepción. Por eso mismo la puesta en escena afrontaba estas secuencias con la ingenuidad de un niño, porque se centraba en subrayar lo incomprensibles que llegaban a ser las imágenes filmadas. Pero se nos olvida que el cuerpo no sólo es movido, sino que también mueve. No sólo es consecuencia, sino también causa. El plano secuencia filma al poseído, pero no al que posee. La falta de corte encuadra a la marioneta, pero se niega a buscar en el espacio ficticio al demiúrgico titiritero.

The Shining Ballscene 1080p - YouTube
Fotograma de The Shining (1980) de Kubrick

Puede resultar un trabajo muy delicado y complejo el de introducir en una imagen sin cortes la figura de este ser controlador, pero no es imposible. De hecho, podemos entender la propia música como este elemento poseedor, como si fuera esta quien obliga al cuerpo (y por tanto al individuo) a movilizarse de forma atípica.

El filósofo Mark Fisher habla en su artículo El hogar es donde está el espectro: la hauntología de El Resplandor de cómo de forma fascinantemente sutil Jack Torrance se ve poseído por la deteriorada música de los años 20 que suena en el Salón dorado del Overlook. Cómo esas melodías del pasado afectan al cuerpo presente de Jack Torrance, quien se ve forzado a realizar un coreografía que su cuerpo no quiere en primera instancia reproducir (asesinar a su mujer y su hijo). Creo que no es casualidad que sea la música quien obliga al protagonista a movilizarse, a realizar movimientos que resultan impropios para él y, a primera vista, incomprensibles para el espectador. Se lleva a cabo una posesión que la puesta en escena no detecta pero al mismo tiempo sí (¿es realmente la música un elemento de puesta en escena? ¿podemos estudiar el papel del baile en la puesta en escena si negamos a las melodías que lo impulsan como tal?).

Suspiria y el mago en decadencia (tercer acto)

Pero hay que recordar, retrocediendo ahora un poco, que Valéry nos habla de un cuerpo que controla y es controlado, que moviliza y es movilizado. Si decíamos antes que de momento solo hemos comprendido el cuerpo que baila como la consecuencia, hemos de buscar ahora dónde reside el cuerpo que funciona como la causa.

La ejemplificación perfecta la encontramos en la que es, para mí, la mejor escena del remake de Suspiria (2018) de Luca Guadagnino, la cual podríamos considerar como la perfecta antítesis de la secuencia de Possession. En dicha escena, observamos (aterrados, por cierto) cómo los movimientos que Susie, la protagonista, lleva a cabo delante de sus fascinadas profesoras deforman el cuerpo de Olga, una de sus compañeras que ha sido encerrada en una habitación secreta de la academia de baile (imagen 4). Se materializan aquí esos dos elementos de la ecuación de Valéry, el cuerpo que mueve y el que es movido. Observamos ahora cómo esos antónimos que antes convivían en la pura ambigüedad del movimiento individual ahora residen en cada uno de los dos cuerpos por separado. Susie disfruta, construye y regenera mientras Olga sufre, se destruye y se pudre. Mientras que los movimientos del primer cuerpo ascienden poco a poco a la protagonista hacia su nueva vida, los del segundo lo matan. Pero lo que resulta curioso es analizar cómo la puesta en escena actúa frente a esta dualidad.

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Fotograma de Suspiria (2018) de Guadagnino

Pongámonos en la hipotética situación de que reproduciéramos el baile de Susie y el de Olga por separado, como si de planos secuencia se trataran. Veríamos en la primera una bella danza coreografiada al milímetro por el ritmo de la música. Y en la segunda una horrible deformación física aparentemente injustificada, algo parecido a lo ocurrido con Possession que, por cierto, tampoco tiene música. Se podría decir que ambas escenas toman sentidos diferentes al tratarlas como un díptico. La segunda dota a la primera de una dimensión mucho más perturbadora mientras que la primera embellece y da un sentido a la segunda. Se hacen evidentes aquí los problemas de filmar estas coreografías en plano secuencia. ¿Y si la escena de Zulawski resulta ambigua porque la puesta en escena se centra solamente en la consecuencia sin buscar la causa? ¿Y si el demacrado cuerpo de Anna está siendo movido por la bella actuación de una bailarina siguiendo una hermosa melodía?

Aquí es donde la inocencia de la continuidad de Bazin nos juega una mala pasada, ya que la clave para descubrir el secreto de un truco de magia no es no parpadear, sino mirar donde el mago no quiere que mires. Para encontrar la verdad del baile (o la racionalidad de una posesión) necesitamos apartar la mirada, cortar, un plano/contraplano. Ni los pasos de Susie ni los de Olga tendrían un sentido por separado. Sólo encontramos una respuesta coherente cuando tratamos por igual al cuerpo que mueve y el movido, a la causa y la consecuencia. El plano/contraplano nos hace partícipes de lo irreal, nos alejan de nuestra realidad racional para (paradójicamente) hacer más conscientes que nunca.

La pregunta como respuesta (cuarto acto)

Nos podemos dar cuenta aquí de que el baile, entendido desde el inicio de este texto como la eterna pregunta, puede ser ahora también la ansiada respuesta. Por eso hacíamos hincapié al introducir este ensayo que el centro del estudio no sería el misterio del baile, sino cómo la puesta en escena convive con él. Porque la única posible respuesta estaba ahí, en ver cómo la puesta en escena, como paralelismo y representante cinematográfico de nuestra mirada, es la encargada de decidir si la relación que tiene con el objeto a observar es de admiración (plano secuencia) o de escepticismo (plano/contraplano). La elección que llevemos a cabo puede convertir una misma danza en una pregunta o en su respuesta, al igual que una coreografía tiene como significado significarlo todo y al mismo tiempo nada. Pero, insisto, resulta fascinante como lo que antes era un enigmático misterio se pueda convertir en la necesaria materialización de las más trascendentales preguntas.

De nuevo (disculpad, pero es lo que tiene encontrar a alguien que dice tener tus mismas carencias) volvemos a Valéry, quien dice que “los filósofos anhelan las imágenes: no hay oficio que tanto las devore, por mucho que pretenda disimularlo tras palabras”. De hecho, asegura que de la unión de todos estos concretos símbolos con los que estos materializan sus inabarcables conceptos se podría constituir “un hermoso ballet metafísico”.

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Fotograma de Canino (2009) de Lanthimos

Una coreografía pasa ahora de ser una compleja ecuación a una tabula rasa donde proyectar todos los dilemas filosóficos. Como un recipiente donde concentrar esos conceptos que parecen escaparsenos. No se me ocurre mejor ejemplo que el uso que Lanthimos da al baile en la gran mayoría de las películas de su filmografía. Nos encontramos en un terreno totalmente alejado de la fantasía, centrado en un realismo distópico (o más bien ucrónico) basado en el nihilismo y existencialismo como norma general. Los personajes tienen más de autómata que de individuo y la conexión con lo emocional parece algo casi imposible. Pero ahí es donde entran las escenas de baile (que encontramos en Alps, Canino, Langosta y La favorita). Es como si se encontrara en esta danza una liberación del cuerpo, que encuentra a su vez una respuesta hedonista a su depresiva naturaleza.

O también podríamos hablar de Climax de Gaspar Noé, y cómo a través de ese aparentemente infinito baile (y plano secuencia) se lleva a cabo un exhaustivo análisis sociológico. Pasamos de esa colectividad utópica y voluptuosa que da la razón a Rousseau al inicio del filme a ese individualismo vicioso y perverso que daría la razón a Hobbes en su psicotrópico final. En un (o más bien pocos) plano secuencia, Noé coreografía sin verbalizar en ningún momento su discurso un baile capaz de contener en sí mismo a estas dos teorías sociales antitéticas.

Clímax: del júbilo a la locura
Fotograma de Climax (2018) de Noé

A favor de los saltos de fe (postludio)

Pero por mucho que podamos intentar racionalizar el acercamiento que la puesta en escena tiene a la danza, jamás conseguiremos entender a esta como tal. Pero creo que ahí reside la esencia de esta, en su capacidad de generarnos preguntas nos afecta a todos. El baile es colectividad por el mismo motivo por el que el cine clásico se impregnó de él: porque funciona como un lenguaje universal comprendido por todos y a la vez por nadie.

Echemos un vistazo a La danse de Matisse o La gallina ciega de Goya, escenas donde la danza convierte a los individuos en colectivo, a los cuerpos en cuerpo (casi como en esa coreografía inicial de Climax). Incluso a ese The Waltz de Vallotton, que nos presenta a esa bailarina que, como individuo, no puede comprender su baile sin generar una colectividad onírica. Como si aún bailando sola le fuera imposible hacerlo. Algo así ocurre en el cortometraje Anima (2019) de Paul Thomas Anderson, donde la ansiedad individual de la primera escena parece ser comprendida por todos a través de una coreografía que les sincroniza, como sucede con esa soledad colectiva de los cuadros de Hopper. ¿Cómo podríamos hacer entender al espectador a través de la puesta en escena que un grupo de desconocidos en un metro son capaces de entenderse a la perfección sin entablar ningún tipo de relación si no es a través del baile? La danza (el movimiento y, por lo tanto, el cine) demuestra así su abrumador potencial de nuevo.

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Fotograma de Anima (2019) de Anderson

Como decía al inicio, soy consciente de que todas las palabras aquí plasmadas no pueden compararse ni con el más imperceptible de los movimientos de una bailarina (tal y como tampoco podrían compararse con el más banal fotograma). Al igual que soy consciente de que todo esto que he escrito se concentra ya en la primera frase del ensayo. “Una sensación parecida a la de hacer un salto de fe”, decía antes. De nuevo, el cuerpo en movimiento capaz de concentrar todo aquello que no sabemos explicar. ¿Tiene acaso sentido haber escrito esto sabiendo que este hipotético gesto inicial hubiera sido más que suficiente? Este texto es mi salto de fe. Un salto de fe que aún no comprendo del todo.

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