Tercer día, quizás algo más relajado que los anteriores. Buen momento para tomarme un descanso y tener tiempo para escribir y reflexionar sobre todo lo visto durante los primeros días de festival. Pero lo mejor de esta tercera jornada no ha sido poder dormir las horas mínimas que cualquier médico con dos dedos de frente recomendaría, sino que nos ha dejado el que muy probablemente será el mayor descubrimiento de esta edición.
Daniel isn’t real, Adam Egypt Mortimer
Una de las películas de género más redondas a la par que arriesgadas de los últimos años. Un inédito cuento sobre la materialización del trauma, sobre cómo un insignificante gesto pasado puede generar abismales tormentas en el presente. Un descarado y alucinógeno efecto mariposa cuyos espectros sólo puede exorcizar el psicoanálisis. Daniel isn’t real es esa película de terror que Freud hubiera imaginado en un mal viaje de LSD. Para Mortimer el odio, la locura y el Arte vienen a ser sinónimos. El artista no puede existir sin traumas, odio y demencia. Como decía Sontag, el que fotografía está, a su vez, asesinando.
Todo cabe y nada sobra en este atípico relato. Desde el body horror de Francis Bacon hasta la escatología de William Friedkin, pasando por la demente fotografía de Panos Cosmatos y la potencia actoral de un vesánico Jack Nicholson. Hasta se reserva un instante para citar subliminalmente a una de las escenas más míticas de Godard. Este asombroso pastiche de subgéneros consigue fusionarse de forma tan homogénea y coherente que termina creando una nueva categorización dentro del terror. Nunca se había visto nada igual. Esta obra acaba siendo la perfecta muestra de que la locura es, a veces, la única puerta posible a la perfección artística.
Vivarium, Lorcan Finnegan
La sociedad del cansancio teorizada por Byung-Chul Han hecha película. Una distópica metáfora sobre la dictadura invisible de la falsa felicidad, sobre un microcosmos que no deja de ser una sintetización de nuestra realidad capitalista donde tanto los sueños como las nubes están prefabricados. Finnegan busca señalar a esos colosales, pero imperceptibles, entes que moldean nuestra concepción de la felicidad para hacernos creer que es la que realmente tenemos. Unos neo-felices años 20, tan efímeros como sus predecesores.
El problema de la cinta empieza cuando es más divertido analizarla que verla, cuando es más gratificante entenderla como un accesible ensayo sociológico que no como una fallida obra de ficción que se empeña en no querer ser la comedia ácida del año. Quizás Finnegan sea mejor antropólogo que narrador. Este apócrifo episodio perdido de The Twilight Zone acaba siendo poco más que un predecible relato kafkiano de realismo mágico al más puro estilo Jordan Peele.
Resulta algo rescatable su estética, a ratos pictórica, ansiosa por emular superficialmente la estética de la repetición surrealista de Magritte. Al igual que es interesante entender su primer acto como el resultado de un guión influenciado por alguien que se ha pasado por primera vez The Stanley Parable. Sea mejor o peor el resultado final, nos podemos quedar con que, por una vez, Jesse Eisenberg no ha interpretado a Jesse Eisenberg.