Segundo día de Sitges. Estoy contento por ver que mi cuerpo no se cansa de películas y sigue disfrutando de cada sesión como si fuera la primera. Esperemos que esta magia no desaparezca conforme avancen los días. Pero bueno, vamos con la crónica. Por cierto, antes de nada, si detectáis algún signo de demencia en alguna de las críticas, pido disculpas. El festival de Sitges es genial, pero no se lleva demasiado bien con eso que los mortales llaman «dormir».
Paradise Hills, Alice Waddington
La estilización de los ideales patriarcales como medio para blanquearlos. El fascismo camuflado tras el lujo, la pomposidad y la belleza. La potencia de la opera prima de Waddington recae, sobre todo, en su premisa. En cómo la directora construye un universo metafórico donde el hipnótico y colorido barroquismo camufla un oscuro ímpetu por convertir a las mujeres en bellos androides inánimes. Quizá por eso resulta tan sorprendente lo bien que acepta este peculiar mundo la convivencia de lo artificial y lo natural, de lo científico y lo fantástico, de la falsedad de las imposibles escaleras de Escher y el rococó del vivaz columpio de Fragonard.
Es esta cautivadora puesta en escena la que acaba cumpliendo la función de aportar carácter a la primera obra de Waddington. Detrás de este imaginario visual sólo nos queda una narrativa de todo menos pretenciosa, en el buen y mal sentido. La trama se conforma con ser lo que es, una accesible aventura de ciencia ficción que agrada pero no entusiasma.
The Lodge, Severin Fiala y Veronika Franz
Porque el que enloquece no lo hace de forma repentina, sino con tal sutileza que no podría señalar el momento exacto en el que perdió la cordura. La locura y la muerte van de la mano en este febril descenso a ese desconocido e incomprensible mundo entre el sueño y la pesadilla. Un casi monocromático laberinto de espejos donde el raciocinio no tiene lugar, donde es imposible distinguir al objeto del reflejo del reflejo del reflejo. The Lodge es la perfecta ejemplificación de que es posible morir en vida.
Haneke, Lanthimos y Aster parecen haber tenido un papel fundamental en la concepción de este fascinante The Shining desteñido. Inevitable establecer paralelismos con Hereditary, por mucho que su sucesora acabe resultando, al menos para un servidor, mucho más rotunda, funcionando así como la primera aproximación de la Hammer al cada vez más en auge elevated horror (por muy en desacuerdo que uno pueda estar con la categorización). The Lodge es una de esas películas de las que es mejor no escribir, al fin y al cabo es una pérdida de tiempo intentar encapsular en palabras una experiencia tan complejamente espiritual y abstracta. Y no, no se le da bien ser sutil con las referencias cinéfilas.
Ready or not, Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin
Poco que decir de este tímido slasher cuyo ambiente festivo sólo puede funcionar en una sala como la de Sitges. Este ensayo teñido de sangre sobre el sinsentido de las tradiciones y su ansia por rechazar actualizarse causa más indiferencia que carcajadas. Dejando de lado a la maravillosa Samara Weaving, scream queen predilecta de esta edición del festival, nada es excesivamente memorable en este conservador concierto de muertes poco inspiradas.
Su estética marcada por una iluminación monótona y un espacio que pide a gritos ser explorado con más profundidad colaboran también a esta antipatía que desprende el conjunto. Se salva de este poco más que entretenido chiste su remate, su clímax final que al menos deja entrever la presencia de una sutil intención autoral. Ready or not es un producto, para bien y para mal.
Suicide tourist, Jonas Alexander Arnby
Un pequeño soplo de aire fresco danés a la plantilla del festival. Una oda a la vida y a la muerte y, sobre todo, al amor como ese único espectro capaz de unir esas dos antítesis. Llega a ser fascinante perderse en este universo de soledad compartida, de la misma forma que era fascinante perderse en esa contraposición entre la inmensa ciudad y el diminuto individuo en Her de Jonze y Lost in Translation de Coppola. Suicide tourist no deja de ser un cuadro de Hopper en movimiento decorado por el interiorista de Alex Garland.
Digno de mención este Nikolaj Coster-Waldau con aires de Joaquim Phoenix capaz de plasmar el indescriptible infierno interno con la simple indiferencia del rostro contemplativo. Maravilloso cómo esta obra bañada en nihilismo decide reservar espacios para la esperanza, para esa necesaria promesa de que todo saldrá bien. Pese a sus breves y concretas dudas de identidad, esta cinta no deja de ser un precioso y contemplativo llamamiento a perdernos para reencontrarnos.