«Las películas cambian el título, pero siempre es lo mismo». Jean-Luc Godard pronunció esta frase ya en 1982 hablando sobre una posible futura muerte del cine. Resulta preocupante darse cuenta de que la industria de Hollywood no ha dejado de lado esta tendencia, este afán por calcar fórmulas preestablecidas en vez de ansiar encontrar otras nuevas. Pero a la vez resulta esperanzador poder afirmar que (aparentemente) el cine aún no ha muerto, por muy fría y mecánica que pueda resultar la industria.

Empiezo esta crítica con esta breve (y en parte innecesaria, lo siento) introducción porque la frase que Godard pronunció frente a la cámara de Wenders en Room 666 es la misma que se pasó por mi cabeza al ver el trailer de Rocketman por primera vez. No pude evitar compararla inmediatamente (supongo que como muchos) con la exitosa Bohemian Rhapsody y pensar que era un desesperado intento por sumarse a un tendencia que el biopic de Queen había generado de forma involuntaria. Pero justamente porque nunca hay que juzgar a un libro por su portada os invito a seguir leyendo, para descubrir si los odiosos prejuicios que este «crítico» ha generado en su cabeza son infundados o si por el contrario un servidor debería intentar ser un poco menos pedante.

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Tener alas y conformarse con caminar

Antes de empezar debo hacer una puntualización que considero necesaria: Bohemian Raphsody no me entusiasmó en exceso. A partir de aquí, puedo empezar diciendo que Rocketman sí lo ha hecho. Entender la película de Fletcher como un simple eco del biopic de Queen me parece injusto, y más teniendo en cuenta que ambos títulos buscan cosas bastante distintas. Se puede intuir en Rocketman una intencionalidad innovadora, un afán por despegarse de la etiqueta de blockbuster al uso.

El hecho de que el filme prefiera ser un musical a un biopic es una decisión brillante, que otorga al proyecto una identidad más definida. De hecho son las escenas musicales las que, en mi opinión, acaban marcando la diferencia. Incluso se puede notar que es en estas secuencias en las que encontramos una faceta más liberada y cómoda del director. Ese dinámico pero perfeccionista uso del plano secuencia en algunos de los números musicales llega a recordar al Chazelle de La La Land, lo cual no es poco.

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Fletcher tiene muy buenas ideas tras la cámara, sabe cómo encontrar el perfecto equilibrio entre la veracidad del biopic y la fantasia del musical. Convierte el relato biográfico en un espacio donde presente y pasado pueden llegar a convivir, donde lo prosaico se funde con lo poético. Es una lástima que los vibrantes momentos musicales acaben eclipsando a los puramente costumbristas. Cuando la acción se ve obligada a ser más estática, el director y sus imágenes parecen más desganadas y menos inspiradas. Acaba induciendo al espectador en una constante espera, ansioso en todo momento por ver cuando se presenta el próximo número musical. Quizás reside aquí el mayor error de Rocketman, en esa falta de ambición en ciertos momentos puntuales que evitan poder etiquetar al filme como uno de los mejores musicales de los últimos años.

Desesperación vestida de fiesta

Sólo le pedía a Rocketman una cosa, que fue justamente la que me faltó en Bohemian Raphsody: sinceridad. Y puedo asegurar que la hay. Fletcher no tiene miedo a desmitificar desde el absoluto respeto la figura de Elton John. Resulta gratificante ver cómo no se intentan edulcorar las etapas más oscuras de la vida del músico, tal y como pasó con Freddy Mercury. Aportar esta sinceridad al relato implica humanizar a nuestro protagonista, conseguir generar un vínculo empático entre él y el espectador. No es el ser explícitos y provocativos por el gusto de serlo. No es enseñarnos escenas con sexo y drogas por darle al público ese morbo gratuito del que está viendo lo que no debería ver jamás. Es el ser directos y sinceros para otorgar un mensaje conciso y rotundo: la fama puede matarte.

Rocketman nos adentra en el infierno de los excesos causados por la fama y nos muestra cómo esta puede convertirse en un virus que te acaba destrozando por dentro lentamente. El colorido y excéntrico imaginario visual y el contraste que genera con la oscura y complicada historia del cantante configuran la metafora perfecta para explicar los estragos del éxito. El mundo del espectáculo busca no enseñarte lo que hay detrás del escenario, convencerte de que todo va bien dentro del artista. Por eso es tan importante ese ímpetu que Rocketman tiene por llevarte tras bambalinas y obligarte a observar lo que muchas veces no quieres ver.

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Convertimos a nuestros ídolos en idealizados autómatas y olvidamos que, tras las lentejuelas, reside rabia, dolor y humanidad. Y creo que Fletcher no podría haber escogido a nadie mejor para personificar esta difícil convulsión de conceptos que Taron Egerton. Pocas palabras bastan, simplemente está inmenso. Sólo por su maravillosa interpretación ya vale la pena acercarse a la sala de cine. No puedo negar que la película ha sido una agradable sorpresa, así que me veo obligado a acabar esta crítica con un claro eslógan: No entendáis Rocketman como una extensión de Bohemian Raphsody, porque va más allá. Este vibrante biopic de Elton John es más sincero, más arriesgado y, sobre todo, más memorable.

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